miércoles, 23 de enero de 2013

Mis encuentros con Julio Ruelas




Don Julio Ruelas fue uno de los artistas plásticos más importantes del México de mis Recuerdos. Un tipo raro, pero inolvidable. Lo vi pocas veces.

En 1898, Amado Nervo, José Juan Tablada y Jesús E. Valenzuela fundaron la Revista Moderna de Arte y Ciencia. Ruelas era el ilustrador estrella: acuarelas, viñetas, cul-de-lamps... Desde el principio admiré su obra. Ruelas perturbaba el sistema de valores de la sociedad bien pensante. Y sus dibujos me perturbaban personalmente.

Quise conocerlo, aunque yo no era parte del cenáculo. Se me consideraba demasiado cercano al poder… así haya sido más por mi lengua larga que por la realidad. Un día, platicaba con don José Juan Tablada e hice unos comentarios elogiosos acerca de Ruelas. Fue todo para que me abriera las puertas.

¿Ustedes no han tenido un compañero de escuela del que hayan pronosticado éxito en una determinada tarea? ¿Deporte, negocios o arte? Así Tablada. El poeta y Ruelas habían sido compañeros en secundaria. Me contó don José Juan que Ruelas estaba en disparte. Era un “recha”, como se dice hoy. Mientras los compañeros jugaban, Ruelas se iba a una esquina, sombrío, y se ponía a dibujar.

Decía Tablada que Ruelas hacía sus “titirimundis”, que eran unos cuadros que, al doblarse el papel, hacían otros personajes grotescos, que fueron muy admirados por sus condiscípulos. En otras palabras, Ruelas hacía “cadáveres excelentes” antes de que los surrealistas supuestamente los inventaran.

El notable poeta admiró al dibujante desde entonces. Se hizo su amigo, a pesar de lo huraño de Ruelas, y fue su gran promotor.

Antes de visitarlo en su estudio, Tablada me advirtió. “Es un tipo hosco, fue triste desde niño y estoy seguro que su primer biberón debe haberle sabido a rejalgar”.

De que era Ruelas oscuro, dominado por la bilis negra, no había duda.  Así lo atestiguaban los torturados dibujos en la Revista Moderna. Marcos para los poemas, frisos para los ensayos, e ilustraciones que valían por sí mismas. Todo le daba una atmósfera peculiar a la revista.

Cuando estábamos por entrar al taller, Tablada me hizo una suerte de confesión: “Él es un bohemio verdadero, no un posseur como tal vez nosotros”. El taller de Ruelas era el opuesto al de Jesús F. Contreras, Antonio Fabres o Félix Parra, tapizados de armas, abanicos y bric-a brac. Era “minimalista” diríase hoy. Una habitación pálida, con sólo un tosco caballete donde el artista se inclinaba “como un herrero sobre un yunque”, antes de voltear hacia nosotros.

Hicimos los saludos de rigor, y Tablada propuso de inmediato irnos a lupular. Ruelas se despidió de una de sus obras: “Oh pecado querido, no te vayas”, le dijo.

El artista vestía todo de negro, con capa y bufanda del mismo color, se movía con lentitud y tenía tipo como de gitano. Más tarde me enteré que le apodaban “El Zopilote”.

En el Casino de Cartagena, en Tacubaya, disfrutamos de cuatro rondas de cerveza Edelweiss, chihuahuense. Tablada convidó la última. 

En esa sede me percaté que si mi generación le rendía culto al spleen, que mejor puede traducirse como “hastío”. Julio Ruelas iba más allá. Una generación que veneraba la belleza, pero que al mismo tiempo era mórbida y a veces jugaba a ser fúnebre, encontró en Ruelas su versión extrema. "Fuiste un viajero lúgubre del reino del espanto, y con tu faz dantesca y tu gesto de hastío ibas de la lujuria sobre el macho cabrío arrastrando la luenga negrura de tu manto”, decía Enrique González Martínez de él.  

Yo quería platicar de su obra, pero Ruelas –entre largos silencios- se puso ideológico: “Hacer arte para los burgueses es como tirar perlas a los puercos”, dijo."Vivimos en un mundo dominado por el gusto material, de gente ignorante, nuestra tarea es comunicar emociones que el vulgo debería tener, pero no tiene".

Esas emociones eran, para Julio Ruelas, faunos, serpientes, mujeres-araña, esqueletos, decapitados…

Pero él describía aquello como “un mundo paralelo al de la gris realidad, un mundo imaginario, misterioso, ideal…”

Medusa, 1906
Tras la cuarta cerveza, Ruelas propuso cambiar de local, y tomar unos ajenjos en “El Gran Jacal”. Accedimos. Yo no sabía todo lo que tomaba aquel hombre sin sonrisa. Era “de carrera larga”, como se dice ahora. O más bien, de maratón. Ellos eran veinteañeros -y yo ya rebasaba la treintena-, pero bebían, sobre todo Ruelas, como si el mundo se fuera a acabar. 

Allí el artista plástico nos platicó de una fantasía suya. Un grupo de naúfragos llegaba a una isla y se encontraba a un doctor loco, que los transformaba en bestias. De aquellos hombres y mujeres salían un minotauro, unas arpías, una sirena, un fauno, un centauro y una horrorosa medusa. No lo sabíamos, pero en esos años se acababa de publicar en Inglaterra una historia similar, “La Isla del Doctor Moreau”, de H.G. Wells.

Tras el enésimo ajenjo, mientras Ruelas se autodenominaba “el hombre más oscuro de Karlsruhe” (que es donde estudió pintura) decidí ir a casa.

Seguí admirando sus obras. Los personajes mitad hombre - mitad bestia tenían una fuerte carga sexual disruptiva. Salvajes fuerzas de Natura. Ruelas no veía la sexualidad como "esclavitud de la carne", como era el dictado de la época. Pero -advertí- tampoco lo hacía de manera natural.

La segunda ocasión que vi a Ruelas fue en una “faunalia”, un intento de orgía que terminó en un divertido baile y más divertidas persecuciones.


Mientras yo estaba baile y baile, Ruelas observaba a la gente, me dio la impresión de que iba más bien para inspirarse en sus dibujos. En un descanso, tras la persecución de “ninfas”, le dije a Ruelas que por qué nunca cambiaba el gesto amargo.

-Amargas como la hiel, las mujeres –respondió, seco. 

–Con permisito –le dije, porque una ninfeta pasó frente a mí, provocadora, y la seguí.

Era misántropo, cierto, pero más misógino. Su misoginia a veces se expresaba en torturas que infringía a las mujeres de sus dibujos.

Una tercera vez, me lo encontré, muy de noche, en un bar. “Cauterizo con ajenjo mi estómago”, me dijo, antes de emitir una mueca que no era sonrisa.

-Un día prohibirán esta bebida –profeticé-. He viajado al futuro y no se encuentra por ningún lado.

-Horrible futuro –respondió-, pero más horrible presente, que no puedo dormir sin estar ebrio.

Me platicó una anécdota que repetiría a lo largo de los años: “Cuando estoy acostado sin haber consolado el sueño con el sopor de los alipuces, cierro los ojos y trato de dormir, pero no puedo, porque veo en la oscuridad grandes serpientes que se desenroscan en los rincones de mi alcoba, y prestamente me incorporo, me vuelvo a vestir y me salgo a la calle hasta encontrar una cantina abierta”.

Si hubiera estado en Viena, don Julio Ruelas hubiera sido materia de trabajo para el doctor Freud, quien estaba a punto de ponerse de moda. Pero no. Ruelas estaba en México, bien pedo, haciendo un dibujo de su servidor, con cuerpo de mono, que estúpidamente extravié.

No volví a verlo hasta cerca del año nuevo de 1900. Lo encontré en el Tívoli Veneciano de Popotla, ebrio. Le mandé un saludo de parte de un poeta del futuro. Replicó que no me anduviera con mamadas, que el futuro no existe.

Pocos años después Ruelas partió hacia París, donde gozó de cierto éxito y continuó con sus excesos etílicos, hasta que le dio tuberculosis.

La Domadora
Dos días antes de morir, Ruelas le encargó a un amigo que partía para México: “Salúdeme usted a Don Justo Sierra, y dígale que no me vaya a quitar la pensión”. También dio instrucciones para ser enterrado en Montparnasse, cerca del bulevar, “para oir el taconeo de las chicas”. Tenía 37 años.

“La muerte de Ruelas fue un dibujo de Ruelas”, sentenció el poeta Rubén Darío.

Tras la muerte de Julio Ruelas, la Revista Moderna le dedicó un número entero. No había sido sólo ilustrador, también inspiración de poetas. Ruelas es también uno de los padres del surrealismo en México. El que denuncia la decadencia al mostrarnos su lado oscuro.






Tumba de don Julio Ruelas, en París