martes, 29 de octubre de 2013

Los Fantasmas de la Colonia Juárez (I)


-A Carlos Téllez, escritor erótico

I. El niño y Manuel

Podría decir que fue culpa del maldito vicio.

Estábamos en un bomberazo para el Secretario de Gobernación y se acabaron los cigarros. Había que seguirle dando toda la noche y apenas eran las doce. Me ofrecí a ir por unas cajetillas.

Podría decir que fue mi aversión a las grandes avenidas.

Decidí no ir hacia Reforma, al trillado Sanborns, sino buscar un supercito 24 horas en las inmediaciones. De seguro encontraría uno abierto a menos de tres cuadras.

Podría decir que fue la querencia.

De inmediato me interné por las calles en las que había transcurrido mi infancia. Me introduje en la extraña sensación de estar y no estar en el rumbo donde viví. Las calles eran las mismas; algunos edificios eran iguales. Pero hay negocios que cambian de giro, construcciones con otra fisonomía –pasé muy pronto frente a la que fue mi escuela primaria y ahora es un almacén polvoso, de mascarones rotos, que escupe cosas disímbolas: archivos de metal, cabeceras de camas de latón, candelabros de cristal-. Como si las calles de la colonia fueran un sueño. Sin embargo, estaba yo ahí. El espacio cambia con el tiempo. Se vuelve menos atrapable.

Llegué al Super 7 de la esquina de Versalles y Roma. Detrás de las rejas los empleados hacían cuentas. Estaban en inventario. No había servicio.

¿Para dónde lleva la querencia? ¿Buscamos o nos jala? Ví el edificio en donde pasé mis primeros años –una vulcanizadora en la planta baja, como siempre, pero ahora con nombre coreano- y como que deseé que de la ventana del que fue mi cuarto se asomara el niño que fui.

¿Fue eso lo que me jaló a caminar por la calle de Roma, un poco a ciegas, en busca de que otro supercito se me apareciera inmediatamente?

Mientras avanzaba hacia la iglesia del Sagrado Corazón, se me empezaron a agolpar los recuerdos. Yo estaba frente al cascarón semiderruido de lo que pretendió ser un castillo chaparro y gris: la delegación de policía, abandonada desde hace décadas, dejada a su suerte y carcomida por una maleza perezosa, de ciudad templada.

Recordé que enfrente de la estación de policía había una vez una tintorería, en la planta baja de un inmueble modesto. Esa tintorería explotó. Ahora, el espacio estaba ocupado por un gran edificio de oficinas.

Cuando la tintorería explotó, ahí estaba –por supuesto- el tintorero. Pero estaban también unos clientes, una familia. El papá, la mamá y dos niños. El más pequeño, de unos tres años, se puso a juguetear por el local. Se metió en la caseta telefónica que había allá adentro y, por esas cosas del destino, se cerró herméticamente segundos antes del estallido.

El niño ha de haber visto horrorizado como sus padres, su hermanito y el señor de la tintorería salían disparados como bolas de fuego y se convertían en carbón.

Cuentan las crónicas que los bomberos llegaron al lugar y se encontraron al pequeñito espantado dentro de la caseta intacta y con los ojos desorbitados, pero vivo. Un bombero cometió la impericia de abrir de inmediato la cabina: el niño se colapsó por el súbito cambio de temperatura y de presión. Murió al instante.

En lo que recordaba aquel suceso, yo ya iba por la esquina de Roma y Viena. Estaba avanzando a lo güey, así que decidí dar la media vuelta.

¿Qué me movió a ello? ¿Mi albedrío, mi destino? ¿O fue que tiraron de mí?
Al pasar frente al edificio de oficinas me pareció ver una pálida sombra moverse ligeramente entre los escritorios de la planta baja. Me detuve, extrañado, y me asomé entre los vidrios polarizados.

Entonces lo vi. Asomó su carita, casi translúcida, detrás de una computadora apagada, y corrió hacia una puerta. Retrocedí tres pasos para mirar mejor y era, o parecía ser, un niño como de tres años, vestido con un anticuado conjunto de camisita y shorts color amarillo canario –al menos, eso parecía advertirse-. Un niño rubio, de una palidez sorprendente. Un escalofrío me recorrió la espalda.

-No puede ser –me dije-, seguro es el hijo de un guardián o guardiana.

-Sí puede ser –me desdije- ¿quién puede traer un niño vestido así, con este frío, a dejarlo jugar a estas horas?

Estaba por preguntarme dónde estaba el vigilante cuando el niño volteó y me miró con ojos que mezclaban pánico y esperanza. Su carita cerúlea no parecía de este mundo.

Desorientado, caminó en zigzag hacia mí. Llegó a la ventana, puso su rostro en el cristal y me dijo con tono suplicante, en un sonido apagado, pero rauco:

-Aquí está muy oscuro. Tú tienes una luz.

Mi cuerpo entero era un enorme escalofrío. Entendí que había visto en mí la luminosidad equivocada. Estaba yo en ese momento de quietud en el que uno ataca o huye.

Corrí despavorido.

Atravesé la calle de Londres y, medio chocando con los juegos infantiles que hay en un parque medio imprevisto en plena calle Bruselas, apunté inconscientemente hacia la segunda casa en la que viví en la Colonia Juárez: un edificio en la esquina de Bruselas y Liverpool.

Quise recuperar el aliento en una banquita de piedra del parque. Desde ahí se veía, para no variar, la ventana de la que fue mi recámara. Tenía un vidrio roto, cubierto por un cartón. No me explicaba cómo había podido correr tan rápido, tan poca distancia y habiendo consumido tanto aliento. Mi respiración nomás no se normalizaba.

De pronto escuché una voz a mis espaldas.

-Hugo, ¿tienes un cigarro que me regales?

-De hecho salí a buscar cigarros –respondí mecánicamente, para luego caer en la cuenta de que quien me pidió el cigarro conocía mi nombre.

Mi sorpresa se convirtió en asombro y luego en estupor cuando volteé hacia la figura y lo reconocí.

-¡Manuel! –alcancé a decir, pero una cuchillita se me metió en la garganta al pronunciar las últimas letras.

-Hugo –contestó con calma la figura, y vino a sentarse junto a mí. A esas alturas me sentía muy confundido, incapaz de moverme. Apenas alcanzaba a musitar, sin demasiada convicción, “esto no es cierto”, “esto es un sueño”, “esto no me está pasando a mí”.

-¿Te acuerdas de la última vez que me dejaste en mi casa? –dijo esa sombra en la que ya se adivinaba el rostro de Manuel, un semblante azuloso pero por el que parecían no haber pasado los años.

-¿Cómo no me voy a acordar? Te dejé en la puerta de tu casa a las seis de la mañana de 19 de septiembre de 1985, y a las siete y veinte fue el terremoto.

-Sí –respondió Manuel- y mira en lo que convirtieron mi edificio.

El fantasma –ahora yo estaba seguro de que lo era- apuntó la mano macilenta a un estacionamiento.

-No construyeron nada, Manuel.

-Unos cobertizos pinches. Ahí los cuidadores se ponen a veces a escuchar cumbias y música norteña. Nos molesta mucho ese mal gusto.

-¿Me vas a decir que lo que fue el edificio está habitado por fantasmas?

-Algunos nomás. Estamos afuera los que nos gusta el rol. La colonia entera está habitada por fantasmas. Somos ánimas en pena –y suelta una risita irónica-.

-La verdad no sé qué somos –prosiguió, ante mi trémulo silencio-, ni a qué nos dedicamos. Yo creo que ya nos morimos pero no sabemos a dónde ir. Ni espantamos, ni hacemos obras buenas ni malas ni nos decidimos a largarnos. Algunos cantan arias de ópera, otros se quejan apagadamente, otros nada más deambulan. Somos fantasmas sin oficio ni beneficio –vuelve a soltar una risa amarga-. Fantasmas vagos, medio pendejos. De los que caminan de puntitas, no sea que los vivos se vayan a despertar.

-Oye Manuel, la verdad a mí sí me espantaste.

-Poquito güey, somos fantasmas light. Que quién sabe qué savia chupamos para no morirnos del todo, o para no despertarnos. A lo mejor somos los muertos agnósticos, que por dudarlo no nos fuimos ni al infierno ni al paraíso, y tampoco al ese más allá de los marxistas, que es la nada. Andamos aquí nomás, de dramáticos.

-Yo sólo te veo a ti –dije, pero al instante me corregí-, y ví al niño de la tintorería.

-Los niños fantasmas son muy inocentes. Están hartos de estar muertos, porque ¿sabes qué la muerte? Es un aburrimiento informe. Ellos han de creer que al rato van a venir sus papás a recogerlos. Ni se dan cuenta. Por eso mucha gente los ve. Pero, para su fortuna, pocos los reconocen. No saben qué terreno pisan. Terreno minado, mi buen Hugo.

-Como lo demostró el terremoto –aventuré, queriendo que el concepto de terreno minado no se refiriera a otra cosa.

-¡Qué mala onda que hayas sido tú el que me dio aventón ese día! Lo siento. Debimos de haber seguido festejando el aniversario del periódico.

-Sí, pero ¿cómo iba yo a saber que te quedaba apenas hora y media de vida? –me justifiqué.

-Cómo ibas a saberlo –exhaló fríamente, pero con voz comprensiva-, pero ojalá me hubiera quedado sólo hora y media de vida.

-Lo sé, era un decir –intenté de nuevo una justificación, pero el fantasma parecía tener la necesidad de contármelo.

-Ojalá una viga de concreto me hubiera caído encima, como dicen que le pasó a Rockdrigo y a su chava. Pero no. Yo sentí el movimiento de inmediato, que es como decir que de inmediato se me bajó el pedo, y trastabillando me acerqué a la puerta. Las paredes se hacían curvas y yo me decía: “ya no estoy pedo, esto es un temblorsote”, pero no me tenía la confianza para bajar. Pensaba que si intentaba bajar las escaleras, el edificio se me vendría encima. Se escuchaba una combinación de gritos humanos y golpes de todo tipo. Alacenas enteras, libreros, jarrones, muebles de todos los tamaños que se venían abajo. Y debajo de los gritos y de los golpes, la tierra zumbaba y retumbaba. Me quedé bajo el umbral. Siempre habían dicho que era el lugar más seguro. Me dí cuenta de que sí lo era cuando todo el edificio se desplomó. ¿Sí sabes que sobreviví al derrumbe?

-Sí –asentí con la cabeza gacha.

-Ahí me quedé, en el quicio de una puerta destrozada que no daba a ningún lugar. Frente a mí sólo había piedras y pedazos de concreto. No podría dar ni un paso hacia delante. Y atrás, ya no tenía departamento: otra montaña de piedras, polvo, metal, concreto, una horrible masa mineral en la que se adivinaba la mano torpe del hombre. En pocos segundos pasé por tres sensaciones diferentes. La primera, un resignado “ya valí madres”; la segunda, un sorprendido “la libré”; la tercera, la que duraría más tiempo, era la sensación de estar atrapado sin remedio. Apenas se asentó el polvo –han de haber sido pocos segundos- tuve la intuición de que esa sería la sensación dominante para el resto de mi vida.

-Saliste para contarme esto, ¿verdad? –le dije a Manuel, cuando creía empezar a comprender.

-Salí porque te encontré –contestó, para seguir su monólogo-. Es el pedo de prevenir a medias, mi buen Hugo. Los que no previnieron murieron al instante; los que sí, se salvaron y los otros, los que nos quedamos resguardados bajo el marco de una puerta que no da a ningún lado, ni vivimos ni morimos: prolongamos nuestra agonía.

El peso del vacío encima del estacionamiento me pareció, en esos momentos, enorme, insoportable. Manuel continuó:

-Lo peor es la esperanza. Yo me quedé derechito, como soldado, y me puse a pensar. Hubo un gran terremoto en la ciudad, me dije. A lo mejor este es el único edificio que se cayó. A lo mejor son cientos o miles. A lo mejor México no existe. De eso depende si vienen a rescatarme a mí, a los otros que están callados como yo o a los que lanzan esos quejidos lastimeros que se oyen muy a lo lejos. No me podía casi mover, pero había huecos de mediano tamaño entre el cascajo. Era oxígeno para un rato. Gritar a lo loco, excitarse de más, implicaría gastárselo más rápido. Cada grito no escuchado crea la necesidad de otro grito, más fuerte, y eso puede derivar en desperdicio de energía vital. Mejor un solo grito, fuerte, cada media hora. Y aguzar el oído. Lo ves, la esperanza de la razón, el cerebro trabajando a mil por hora, a todo lo que da, con tal de sobrevivir. Y encima de todo, el sentimiento de que te sepultaron vivo, de que estás en un catafalco cuando tienes un chingo de ganas de salir, de ver el sol, de pasear con todas las personas que quieres y decirles lo mucho que significan para ti. Ahí estás, callado, inmóvil, muerto en vida, pero vivísimo, tratando de controlar tu respiración para no agotar el oxígeno precioso, quemando tus amores y tus pensamientos en el cerebro, esperando que alguien llegue a rescatarte, gritando por auxilio a intervalos que parecen eternos. Es de la chingada. Han pasado 25 años y sigue siendo de la chingada. La pinche esperanza a la que te aferras porque no te has muerto todavía porque eres joven y por definición te queda mucho por vivir, mucho por gozar, mucho por descubrir, mucho que dar, mucho, mucho, mucho, y no tienes más que pedazos de tabique, bloques rotos de cemento, hierros retorcidos en una penumbra casi total. Para colmo estás de pie, erguido, en posición de firmes. Tú de pie, en un mundo desmoronado que te tiene atrapado, en el que ya nadie responde a tus gritos de “¡vecino!” y por el que la eternidad parece pasar a cada minuto. Yo pensaba que llevaba adentro unos tres días cuando me dí cuenta de que la oscuridad se hacía paulatinamente más grande. Apenas anochecía. Unas doce horas, y yo creía que habían pasado tres días, o cuatro.

“¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que salí a comprar cigarros?”, me pregunté en silencio. La respuesta podía ser quince minutos, pero tal vez estaba en un espacio en el que el tiempo se había fugado. Manuel no interrumpió su discurso.

-No tienes idea, Hugo, de qué tan seca tenía la boca. Entre la resaca de la noche anterior, el miedo, el polvo que se me había metido en cada poro y el tiempo, crearon una sensación que no se me quita. Luego empecé a sentir que se me dormían las piernas. Es curioso, cuando decimos que se nos durmió un pie, en realidad está en la duermevela; está resistiéndose y por eso todavía cosquillea. Cuando se duerme de verdad, dejas de sentirlo. Sabes que ahí está, pero es como si los nervios se le hubieran desconectado. Todo tú te empiezas a desconectar. Yo me debatía entre el miedo de que fuera la desconexión final y la esperanza de entrar en una especie de hibernación, en la que gastaría menos oxígeno y daría más tiempo para que alguien viniera a mi rescate. Mis deseos más vitales –sol, luz, aire, agua, un abrazo humano- se iban, poco a poco, convirtiendo en sueños. O en alucinaciones. En un plácido refugio. Si salía de ahí sólo encontraría la penumbra, la sensación de aplastamiento, el olor a tierra en proceso de descomposición, una soledad de la chingada.

-Lo peor ha de haber sido la soledad –me atreví a comentar.

-Lo peor, te lo dije ya, fue la esperanza –repuso la sombra-.  La esperanza, entre otras cosas, de que se acabara esa maldita soledad que me invadía. Hacia el final, en los últimos momentos lúcidos antes de entrar a este sueño del que no sé si nunca desperté, llegué a pensar que yo era la única persona viva en la ciudad. Para entonces la ciudad se había convertido en el universo para mí: yo era el último, solitario y jodido, ser humano. Cuando intenté razonar de que no era así, me sumergí en otra idea: la de una larguísima pesadilla. A lo mejor por eso sigo rondando por aquí. A lo mejor no estoy muerto y llevo muchas horas o muchos días encerrado en un sueño largo: que me morí en el terremoto y me convertí en fantasma y deambulé por años en un espacio de menos de mil metros cuadrados, pero con todo el aire que necesito, siendo aire yo mismo.

-Pero sí estás muerto, Manuel –dije, muy serio-.

-¿Es cierto que tengo la muerte en el rostro? –preguntó con tono seco, casi malévolo, conminándome a desdecirme.

-Ya te lo han dicho, ¿verdad? Lo siento pero estás muerto.

El fantasma consintió al fin:

-Parece que más que tú. A lo mejor sí me morí y no termino de convencerme. A lo mejor no aprendí nada y, como aquella mañana, me quedé en el quicio de la puerta, sin poder regresar al mundo de los vivos, que se quedó tapiado, y sin ser capaz de entrar al de los muertos, que supongo ha de ser algo así como resignarse a no tener jamás otro contacto humano.

Tomé fuerzas, tal vez porque la frase de “más muerto que tú” me pareció rudeza innecesaria, para ver al fantasma a los ojos (a una tormentosa difuminación de ojos):

-Te moriste, Manuel. Duraste vivo día y medio, según calcularon los médicos que estaban con el escuadrón de rescate. Se llevaron tu cuerpo, junto con otros miles, al estadio de beisbol. Ahí fue la morgue en lo que los identificaban e los enviaban a panteones y crematorios. Al final creo que te cremaron. Yo no fui. En la redacción del diario te hicimos un homenaje. Estás muerto. Al menos tu cuerpo está muerto.

-Yo estaba vivo y no sentía mi cuerpo –dijo el espectro, entre suspiros-. Seguro que estaba vivo. Luego se volvió a hacer más de noche. Entre sueños –una lata de atún amanecía, como un sol, sobre el mar- sentí una sacudida. El edificio se reacomodó. “¿Por qué esa lata?”, pensé. La quise sustituir por rostros amados. No pude. Luego no recuerdo más.

Manuel bajó la cabeza. Creí que iría desvaneciéndose, pero simplemente se quedó inmóvil. Comprendí que no era la primera vez que revivía en su memoria de fantasma el recuerdo de su muerte. Que seguía ciegamente rebelándose, deseando más vida, aunque tuviera menos que un sucedáneo.

Me animé a darle una palmada en el hombro: a brindarle ese tipo de contacto. El hombro desapareció y volvió a su lugar un instante después del paso de mi mano. La sentí cubierta con una suerte de rancia humedad, vagamente viscosa. Fue como darle una palmada a la niebla.

Los Fantasmas de la Colonia Juárez (II)

Los Fantasmas de la Colonia Juárez (III) 



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